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ABC SEVILLA 23-11-1929 página 41
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ABC SEVILLA 23-11-1929 página 41

  • EdiciónABC, SEVILLA
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A l pie de la columna de San Marcos, en la plaza del mismo nombre, estaba sentado un mendigó que pedía, con voz plañidera y enferma, limosna a los transeúntes, y cada vez que recibía una ínfima moneda de cobre, rezaba apresuradamente una oración por el que le había dado la limosna, y, acabado el rezo, que duraba pocos segundos, volvía a su compungida demanda de socorro. A espaldas de la columna y a bastante distancia de ella se paseaba lentamente y al parecer distraído, un hombre de buena estatura, de continente gallardo, de andar noble 3 majestuoso, cubierto con un birrete de ala ancha 3 embozado en una cumplida capa, bajo la cual, al último reflejo de la luz de la tarde, se veía relucir ií contera de una larga espada. Detrás del pilar del ángulo de los soportales del palacio del D u x se veía ur bulto informe, pardo, obscuro, replegado, en la actitud del gato que acecha. Sobre cuj o bulto se veía envuelta por una ancha caperuza una cabeza, cuyas narices estaban enfiladas ai mendigo que al pie de la columna pedía limosna y al hombre que detrás de la columna se paseaba. Llegó un momento en que a un mismo tiempo se acercaron tres personas a aquellos tres hombres. H a bía saltado a tierra en el puerto un griego alto, cenceño, moreno, como de treinta años, lujosamente vestido y que demostraba ser allá en su isla levantisca del archipiélago un gran personaje. Aquel hombre era, en una palabra, el jefe t á r t a r o gobernador de Corfú, Manuel Karuk. Manuel K a r u k se d i r i g i ó vía recta al mendigo que estaba al pie de la columna de San Marcos. A l mismo tiempo, de la basílica había salido una mujer alta y de continente bello, como el que deja ver una mujer hermosa, por más que vaya completamente envuelta en un manto, y se dirigió hasta llegar al hombre que paseaba detrás de la columna, y que, al ver cerca a la mujer, se detuvo y la salió al encuentro, entablando conversación con ella. í También al mismo tiempo otro hombre embozado, E el noble y grande corazón de aquella mujer. Salvos algunos momentos de amor loco e impetuoso, había visto siempre en Gabriel de Espinosa un hombre a l tivo, frío e irritado; un hombre dominador, que le imponía su tiránico dominio; que, ansioso de sensaciones, había gastado sus tesoros, convirtiéndose en un pirata negativo; que, con elementos puramente africanos, batía sobre el mar a los africanos en favor de los cristianos. Sayda M i r i a n se explicaba todo esto mirando a Gabriel de Espinosa a t r a v é s de una fascinación, de un ensueño. Para ella, el sombrío y continuo disgusto de Gabriel de Espinosa era la situación natural de ánimo en que debía encontrarse un Rey vencido, desterrado, tenido por muerto, protegido por los enemigos a quienes había creído vencería. Por lo mismo, Sayda M i r i a n había procurado acercarse cuanto le era posible a aquel a quien creía Rey de Portugal, olvidando la historia de su familia, haciéndose cristiana, adoptando en cuanto le era posible las costumbres europeas, siendo dócil y sumisa a la voluntad de aquel hombre, envolviéndole en el perfume de su ardiente amor, de un amor violento, de un amor puramente africano, embellecido por el poético sentimiento de su corazón impresionable, virgen de la falsía en que marcha envuelta la civilización. Pero Sayda M i r i a n veía con dolor que todos sus esfuerzos, todos sus sacrificios, toda su abnegación, eran inútiles. Gabriel de Espinosa no era a su lado el amante ni el esposo, sino el cautivo; el hombre dominado por una fortuna adversa; el ser altivo que siempre veía en M i r i a n una hija de aquella raza b á r b a r a que había pretendido dominar. Sayda M i r i a n había sufrido durante muchos años un horrible martirio y se había resignado a él porque hasta entonces no se había envenenado con los celos. Pero cuando ya en Venecia M i r i a n se apercibió de que la mirada de Gabriel de Espinosa se fijaba en otra mujer, empezó a cargarse la nube que, como veremos más tarde, decidió la suerte de Gabriel de E s pinosa. Antes de su expedición a África, Gabriel de E s p i nosa aún no había amado. E r a muy joven, como que. sólo contaba veintidós años. Su pasión favorita era

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