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ABC SEVILLA 27-03-1932 página 52
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ABC SEVILLA 27-03-1932 página 52

  • EdiciónABC, SEVILLA
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POR PAUL BO U RGE T (De la Academia Francesa. Y (CONCLUSIÓN -A h o r a sale de aquí. Hace un cuarto de hora le hubiera usted encontrado. ¿Y su respuesta. -Se niega. ¡D i o s mío! -exclamó Gabriela juntando las manos- ¡ten piedad de m í ¿Y quiere llevarse a mi hija? -L o quiere. L e he hablado, como hemos convenido, de dejársela a usted hasta la comunión, y también se niega. M e ha encargado que diga a usted las condiciones que impone para su vuelta. Quiere que se retracte usted en todos los puntos, que reconozca l a validez absoluta de su unión actual y que prometa solemnemente no hablar j a m á s de matrimonio religioso. -N o cometeré tal cobardía ni h a r é tal promesa. Antes me iré al extranjero con un nombre supuesto... Todo es mejor que re. negar mi fe y ofender a ese Dios que tanto me Ha castigado... ¡Muy grande ha sido mi pecado, pero qué dura es su mano... -Pronto se suavizará. Tenga usted confianza. N o he dicho a usted el mensaje del señor D a r r á s m á s que para probar cuánta razón tenía yo temiendo las consecuencias de esa fuga irreflexiva. Pero no lo he dicho todo. Hemos hablado de su hija, y le he hecho sin esfuerzo renovar la promesa de respetar su educación religiosa si las cosas vuelven a ser lo que. eran; son sus palabras, es decir, si usted vuelve. -S í por ahí cree cogerme, y tiene razón. Es un horrible cálculo, del que no le creía capaz... -N o le juzgue usted severamente, porque no lo merece. L e he examinado bien y es un hombre de absoluta buena fe. Quiere que vuelva usted a sú lado porque la ama y la cree su esposa muy legítimamente. Sin ningún cálculo y por deber, respetará la educación religiosa de su hija, porque lo ha prometido. Respecto de la Iglesia está en esa situación que llamamos de ignorancia i n vencible, m á s profunda porque es de loo que poseen esa ciencia mal ordenada, que es una de las grandes debilidades de este siglo. ¡Vive lleno de prejuicios, que él torna por ideas científicas sin haberlas j a m á s comprobado. ¿L o h a r á alguna vez... Así lo espero. Para eso es preciso que vea a su alrededor virtudes cristianas. Las hubiera visto y hubiera usted obtenido lo que hoy le niega si hubiese usted rehusado a casarse con él hace doce años... Amando a usted como la amaba, ¿qué hubiera pensado al ver que seguía usted fiel a su marido a pesar de su ultraje y su abandono, que el sacramento era para usted sagrado y que desplegaba usted todas las virtudes que tiene en la abnegación y en la fe? Hubiera comprendido lo que usted ante la piedad de su h i j a que había en ello una fuerza sobrenatural... Pero la falta está cometida, y usted ve su enseñanza sin podérsela mostrar. Esa es su. prueba suprema. H e dicho a usted que no se sale fácilmente de ciertos caminos, y el divorcio es uno de ellos. E s usted su prisionera, aun ahora que le causa horror y que toca sus funestas consecuencias en sí misma, en su hijo, en las relaciones de éste con su padrastro, en la triste unión que va a contraer, en las relaciones de usted con él y con el señor D a r r á s L a negativa de éste a casarse religiosamente es la última de esas consecuencias... Pero, ¿cómo escapar ie ella? L a regla es absoluta: no está usted casada con ese hombre... P o r otra parte hay la salvación de su hija, y por ella, acaso la del padre. S i usted no vuelve, no hay educación religiosa para l a niña y el padre queda m á s y más irritado contra la Iglesia... Pero si vuelve usted... ¡Ahí Esa, esa es la prisión. Después de una pausa, que pareció interminable a l a pobre mujer, que estaba viendo debatirse su suerte en aquella conciencia de sabio y d é santo, el padre E u v r a r d c o n t i n u ó -Puede usted probar a volver hoy mismo con su hija. De ning ú n modo debe usted consentir en l a retractación que el señor D a r r á s impone somo condición... L e d i r á usted: A q u í estoy con nuestra hija, pero no puedo renegar mi fe. S i lo exiges, me volveré a marchar... S i lo exige, así lo h a r á usted. S i no lo exige, si su emoción puede m á s que su orgullo y retrocede en. ese punto, podrá usted esperar que algún día retroceda en el otro. E l principio de su cambio posible será que comprenda tres cosas: la primera, de la que empieza a darse cuenta, aunque le desespere, es que la fe de usted es verdadera, profunda y sincera; l a segunda es que hace usted por l a educación religiosa de su hija el sacrificio más grande y que el vínculo entre ustedes dos es sólo ese, y l a tercera que no h a b r á dicha posible mientras lleve usted en el alma el peso del remordimiento... E l día en que comprenda esas tres cosas se iniciará un trabajo en su mente. Y yo- -añadió mostrando su crucifijo- yo rezaré porque Dios haga lo demás. Unas horas después, cuando D a r r á s volvió de su oficina, donde había pasado la tarde devorado por la inquietud, su corazón latió apresuradamente al ver moverse la cortina del saloncillo y al observar que una silueta conocida espiaba su llegada. E r a Gabriela, que le esperaba en tal estado de agitación que, al levantarse para salir a su encuentro, volvió a caerse en la butaca, Cuando él la vio pálida, los ojos rojizos, las mejillas demacradas y dos mechones canosos en las sienes, todavía dorados quince días antes, su alma se anegó en una infinita piedad. Gabriela balbució: -E l señor Euvrard me ha dicho tus condiciones... ¿Q u é condiciones? -interrumpió D a r r á s- Aquí no hay condiciones. N o hay m á s que tú, tú a quien amo, a quien recobro y a quien no dejaré marchar... L a cogió en sus brazos, besó sus manos febriles y la estrechó contra su corazón. Gabriela le miraba con una infinita melancolía mezclada, sin embargo, con algo de esperanza. L a prueba que el sacerdote le había indicado, sin atreverse a aconsejársela, había salido bien. S u dolor había vencido al orgullo de Alberto e n u n punto. ¿Se realizaría el resto de la obra anunciada por el religioso... Gabriela quiso esperarlo y dijo a D a r r á s Sube a abrazar a tu hija, amigo m í o poniendo así en seguida entre los dos a la niña, por la cual había vuelto, y cuya piedad, defendida por ella a tan duro precio, le obtendría, acaso, más adelante, el matrimonio religioso que tan apasionadamente deseaba... ¿P e r o cuándo? Y si Alberto cedía alguna vez por lástima, ¿s e lo perdonaría? ¿N o encontraría en él, a su vez, la vergüenza de faltar a sus m á s íntimas convicciones que ella sufría en este momento? ¿Habia una salida para la situación en que los había acorralado su matrimonio en el divorcio... Y sintiéndose prisionera de ese divorcio, como había dicho tan profundamente el sacerdote, l a madre de Luciano y de Juana maldijo una vez m á s esa ley criminal a cuya tentación habia sucumbido su debilidad de mujer; ley mortífera para la vida de familia y para la vida religiosa; ley de anarquía y de desorden, que le había prometido la dicha y en la que no encontraba como tantas otras, m á s que la servidumbre y la miseria

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