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ABC SEVILLA 11-11-1956 página 5
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ABC SEVILLA 11-11-1956 página 5

  • EdiciónABC, SEVILLA
  • Página5
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NA tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita. Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da su nombre a esta leyenda. Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenia en su boca, os conmovería, como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara. Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante. U I su martUlito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, ai parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico. Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un ¡marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos. ¡En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón de la calleja, habítate Sara, la hija predilecta de Daniel. Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judio y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco, y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta roe, admirados de las perfecciones de la hebrea: ¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sf tan hernioso ¡vastago! Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenia los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez era blanca, pálida y trasparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tris teza de las inteligencias precoces, y jptí hinchaban su seno y se escapaiban de s En una de las callejas mas oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía, hace muchos años, su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable, como su dueño, un judío llamado Daniel Leví. Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno, engañador e hipócrita. Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, vélasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos guarniciones rotas, con las que traía un gran trafico entre los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres, lAborrecedor Implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la Primada sin quitarse Una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza, calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas, ILa sonrisa de Daniel había llegado a. hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía limites. Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de u puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios, delgados y hundidos, se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y curva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una hispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con

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